La extraña petición de Napoleón de «que abrieran su cadáver» al morir: ¿y si fue asesinado?
Según los ejemplares conservados en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España, la exclusiva la muerte de Napoleón en nuestro país la dieron el 17 de julio de 1821, dos meses y medio después de haberse producido, «El Universal», periódico constitucionalista que se publicó entre 1820 y 1823, y « Miscelánea», una de las cabeceras más influyentes del Trienio Liberal. La breve y aséptica reseña de este último decía: «Los papeles extranjeros que recibimos hoy anuncian que el 5 de mayo a las 6 de la tarde murió Napoleón Bonaparte en Santa Elena, después de cuarenta días de cama. La causa, un cáncer de estómago, según se ha descubierto por la disección de su cadáver pedida por él mismo».
El general republicano tenía entonces 51 años y había sido encarcelado y desterrado por los británicos en esa isla del Atlántico seis años antes. Allí permaneció todo ese tiempo con un pequeño grupo de seguidores y allí dictó sus memorias y criticó a sus aprehensores. Pero pronto empezó a sufrir un fuerte dolor de estómago, aquejado de una continua pesadez, y más dolores en el costado derecho. Los médicos creían que era una afección hepática, pero el emperador francés sospechó que estaba padeciendo la misma dolencia que su padre: un cirro en el píloro o cáncer de estómago. Sin embargo, no se lo quiso decir a nadie hasta que él mismo no estuvo seguro.
Durante dos siglos, la muerte de uno de los hombres más poderosos de la historia de Francia ha estado rodeada de todo tipo de especulaciones. La causa oficial dada aquel 5 de mayo de 1821 fue, efectivamente, un cáncer, pero otras investigaciones posteriores defendieron también que había sido envenenado. ¿Qué contaron exactamente los demás diarios españoles de la época sobre las causas del deceso y cuáles han sido las diferentes teorías hasta el día de hoy? Pues de lo más variadas.
El destierro
Durante poco más de una década, Napoleón fue dueño y señor de Europa. Conquistó y controló casi toda la parte occidental y central del continente con las armas o mediante alianzas. Solo tras su derrota en la batalla de las Naciones, cerca de Leipzig, en octubre de 1813, se vio obligado a abdicar meses más tarde. En ese momento volvió a Francia y recuperó el poder durante el periodo llamado los «Cien Días». Hasta que fue derrotado por última vez en la batalla de Waterloo, el 18 de junio de 1815, en Bélgica. Fue en ese mismo momento cuando fue desterrado a la espera de su muerte, sabiéndose rodeado en ese momento de más enemigos que seguidores.
La reseña de « El Universal» de aquel 17 de julio de 1821 se hacía eco de lo publicado sobre el emperador por los medios ingleses: «Antes de expirar, pidió que se abriese su cadáver para ver si su enfermedad procedía de la misma causa que puso fin a la vida de su padre. Esto es, el cáncer. Así lo hicieron los facultativos y hallaron que el enfermo no se había engañado. Y conservó todo su conocimiento hasta exhalar el último suspiro, muriendo, al parecer, sin dolor».
En la misma noticia se informa que Bonaparte no se empezó a tratar de dicho tumor hasta 15 días antes de fallecer y que, cuando lo hizo, «anunció a los médicos que no saldría de esa». «Es fácil adivinar —conjeturaba a continuación— qué causas habían producido aquella dolencia, considerando los reveses de fortuna que experimentó [Napoleón]. Principalmente, la dolorosa separación de su amada y tierna esposa y de su adorado hijo. Y, por otra parte, el injusto destierro que estaba padeciendo, condenado a vivir de un modo enteramente contrario a la vida activa a la que estaba acostumbrado»
La sombra de Napoleón
Durante los dos meses y medio que tardó en llegar la noticia, los diarios españoles siguieron publicando noticias de Napoleón como si estuviera vivo. La sombra del hombre que había dominado Europa y cambiado el rumbo de la historia era demasiado grande. Y, a pesar de su destierro, no caía en el olvido. «El Espectador» se despachaba a gusto considerando que «Bonaparte quiso ensanchar los límites de su poder de un modo que no permitía la naturaleza misma y se vino al suelo». Mientras, «El Censor» se preguntaba: «¿Cuándo se impuso freno a sí mismo? Nunca, pues con los triunfos crecen las pretensiones».
Lo más sorprendente es que todavía seguía siendo considerado una amenaza, a pesar de llevar seis años fuera del poder. En otro artículo de «El Universal», publicado casi un mes antes, se contaba que Grecia estaba barajando la posibilidad de enviar a Santa Elena a varios emisarios para persuadir a Napoleón de que comandara sus ejércitos contra los turcos. No sabían que el antiguo emperador estaba ya muerto: «No podemos negar que el rumor de que se pensaba dar libertad al prisionero de su isla ha corrido en los últimos días por toda Europa [...]. Su aparición sería el mejor dique que pudiera oponerse a la inmensa ambición de Rusia y a la insufrible insolencia de los ultras franceses. Sería la mejor salvaguardia de la libertad constitucional de Europa».
Cuando llegó la noticia de la muerte, la mayoría de los diarios no escatimaron en detalles sobre lo sucedido. El «Nuevo Diario de Madrid» apuntaba el rumor de que en el barco que trajo la noticia a Europa iba también el cadáver, aunque luego lo desmentía. Y otro que Napoleón no había dado ninguna muestra de dolor hasta que se le escapó su último suspiro, «aunque debió sufrir mucho durante su enfermedad».
Las dudas sobre las causas
Su muerte, sin embargo, está todavía llena de incógnitas. Han sido tantos los investigadores que han querido poner en duda la hipótesis del cáncer, que lo único que parece ser seguro es que pasa sus últimos días en Santa Elena. Allí, dos semanas antes, con náuseas, intensos dolores y fatigado, llegó a decir: «Mi mayor goce sería saber que ha llegado la hora de fusilarme: lo consideraría como un favor».
A día de hoy continúan las diferentes versiones que analizan cada una de las partes de su cuerpo para encontrar un argumento creíble. La versión más aceptada por los historiadores es, efectivamente, el cáncer de estómago. Fue ese el dictamen al que llegó su doctor personal, Francesco Antommarchi, en presencia de los mencionado médicos británicos.
En 1840, cuando su cuerpo regresa a Francia para ser enterrado de nuevo, comienza a circular la teoría del asesinato. La sustancia elegida para acabar con el poderoso militar y político habría sido el arsénico. Todo apuntaba directamente al Conde Charles de Montholon, quien habría sido el ejecutor de una conspiración dirigida por los realistas franceses, temerosos de que Bonaparte pensase algún día en regresar de la isla de Santa Elena a Francia.
«Solo queda exhumar sus restos»
Esta teoría fue refrendada 121 años después, en 1961, por un prestigioso estomatólogo sueco, quien aseguró que el emperador había sido envenenado con este elemento químico. En 2001, tres expertos forenses analizaron de nuevo el cabello de Napoleón y llegaron a la misma conclusión. Pascal Kintz, del Instituto de Medicina Forense de Estrasburgo, especificó que un análisis de cabello tomado de la cabeza de Napoleón reveló «concentraciones de arsénico... entre 7 y 38 veces superior a lo normal, lo que sin lugar a dudas es característico de envenenamiento».
Kintz, junto al profesor Bertrand Ludes, también del instituto de Estrasburgo, y Paul Fornes, del Hospital Georges Pompidou en París, recibieron el encargo de analizar muestras capilares de parte del canadiense Ben Weider, presidente de la Sociedad Internacional de Napoleón. Este ha escrito numerosos artículos y libros adscribiéndose a la teoría del asesinato, basándose en un análisis de 1995 del Bureau Federal de Investigaciones estadounidense (FBI), que llegó a la misma conclusión. «Si la gente aún tiene dudas de la teoría del envenenamiento, pese a lo que expertos franceses descubrieron, solo queda exhumar los restos de Napoleón», declaró Weider.
En 2004, sin embargo, se abrió una nueva línea de investigación que culpaba al exceso de celo de los médicos de Napoleón. Según la revista «NewScientist», el agresivo tratamiento de estos llevó al emperador a la muerte. Primero le suministraron una combinación de enemas y tartrato de antinomio de potasio con el objetivo de hacerle vomitar. Eso le habría causado una arritmia cardiaca denominada «Torsades de pointes».
Hasta los pantalones
Con esta patología, el pulso se acelera hasta el punto de afectar gravemente al flujo sanguíneo que debe llegar al cerebro. Y a continuación, el desencadenante final fue una dosis de 600 miligramos de cloruro mercúrico, en una purga que le dieron dos días y que habría reducido aún más los niveles de potasio en sangre, según esta investigación desarrollada por el forense patólogo Steven Karch, del Departamento de Examinadores Médicos de San Francisco (EEUU). Una hipótesis que, además, daba una explicación para justificar la presencia del arsénico en el cadáver de Napoleón: lo atribuía al humo de carbón y a otras fuentes medioambientales propias de la época, más que al veneno.
Por si fuera poco, un equipo de científicos suizos decidió examinar los pantalones del emperador. Los médicos analizaron doce pares que el corso se puso en los años de Santa Elena. Midieron su cintura y comprobaron que el más grande medía 110 centímetros y, poco antes de su muerte, no alcanzaba los 100 centímetros. Según este estudio, perdió alrededor de 15 kilos en los últimos meses hasta quedarse en 79. Eso les llevó a la conclusión de que su fallecimiento se debió a la versión oficial: cáncer abdominal. Vuelta al principio.
Y también explicaban la presencia de arsénico, que se debía a que Napoleón solía beber, al menos, una copa de vino al día. Resulta que los fabricantes de vino del siglo XIX acostumbraban a secar los barriles con este componente, aunque también se podía deber al empapelado de las paredes de su casa en el exilio o a que se lo habían suministrado los médicos para que vomitara.
«Se ha oído su nombre en toda Europa»
Muerte natural, conspiración silenciosa o un error médico, lo cierto es que Napoleón murió el 5 de mayo de 1821, tal y como contó «El Espectador» casi tres meses después: «A eso de la 3 de la mañana del día 5 perdió el conocimiento. Las últimas palabras que se le oyeron pronunciar fueron: “¡Dios mío y la nación francesa!”». Y unas líneas más abajo informaba de que su cuerpo había sido expuesto públicamente dos días, antes del multitudinario entierro «bajo unos sauces», con 3.000 soldados y cuatro bandas de música acompañando al féretro: «Tenía puesto el uniforme, una placa a un lado y una cruz de plata sobre el pecho. Descansaba sobre el catre de campo que le había servido en casi todas sus campañas. Debajo de su cuerpo estaba la capa de paño azul bordada en plata que había llevado el día de la batalla de Marengo [el 14 de junio de 1800, contra las tropas austríacas] y que le ha servido de paño mortuorio en sus exequias».
«El Universal» ofreció, el 26 de julio de 1821, un punto de vista similar: «Pocos conquistadores han tenido una celebridad tan prodigiosa como él. Se ha oído su nombre en toda Europa y aún ha resonado hasta en las extremidades de Asia. Fue colocado Bonaparte, por la irresistible fuerza de los acontecimientos, a la cabeza de una gran nación cansada de una larga anarquía. Y se convirtió en heredero, por decirlo así, de una revolución [la Revolución Francesa de 1789] que exaltó todas las pasiones buenas y malas», explicaba.
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